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La Seguridad en debate

Escribe Carlos Alfredo Rinaldi (Abogado)
carlosrinaldiabogado@gmail.com

Sin duda unos de los temas de mayor interés, y de mayor difusión mediática de estos últimos años, es el de “la inseguridad”. Seguridad e inseguridad son el reverso y anverso de una misma moneda, su análisis, alcances y propuestas de abordaje son tan disímiles como interlocutores, válidos o no, abunden en el tema. Cada uno con un diagnóstico y una solución diferentes.

Partamos de la premisa que la falta de seguridad, la inseguridad, es un hecho social que responde a un orden “multicausal”. De allí, que bajo la etiqueta de “la inseguridad” puedan aglutinarse cuestiones tan vastas como: la marginalidad y el delito, pero también, la falta de oportunidades, la impunidad, la ineficacia del Estado, la corrupción, los menores en peligro y los peligrosos, etc., etc.

Hablar de “Inseguridad” es hablar de un “campo” (en términos Bourdianos) donde existen tensiones de toda especie entre las instituciones que lo conforman y las reglas que lo delimitan. Son actores de este campo, el Estado por un lado, y la sociedad civil por el otro. Ambos intercambiando sus demandas e intereses. Las reglas; un deber de prestación que compromete al Estado en garantizar seguridad a sus subordinados.

El Estado o los Estados (Nacional, Provincial, y en menor medida el Municipal, que no posee competencias administrativas específicas en la materia, es decir no conduce a las fuerzas de seguridad, por lo menos en el caso santafesino), han encausado históricamente este fenómeno desde la “perspectiva punitiva”. Claro, las agencias del Estado, con “facultad legítima para ejercer la violencia física”, son siempre foco del primer reclamo frente a la falta de seguridad. Ya sea, porque se les enrostra impericia en el actuar, o connivencia con los sectores a los que deben combatir (Baste como ejemplo, el derrotero de reformas que ha sufrido la Policía santafesina en los últimos ocho años. Incluso, hasta con altos jefes detenidos por la presunta comisión de delitos).

Frente al fracaso de las “agencias policíacas”, el Estado, agobiado frente a los embates de la demanda social, recurriendo al procedimiento trillado de avanzar en el “endurecimiento de las penas”, las que finalmente no prosperan, por su consabida falta de efectividad.

Para ello, pretende recurrir a la “ampliación” de los criterios de la denominada “selección criminalizante primaria”. Para ser más preciso, y parafraseando las enseñanzas del Dr. Eugenio Zaffaroni, que en numerosos planteos esclarece: La selección primaria de la criminalización corresponde al legislador, éste es el que posee la potestad para ampliar el horizonte de las leyes, bajando los niveles de imputación, cambiando las escalas penales, corriendo los límites del poder punitivo. Con mayor claridad, “Aquéllo que no era delito, ahora lo es, pero también, aquellos sujetos exentos de la persecución de la acción penal, ahora pueden llegar a sufrirla” –se los criminaliza-, y más, sin son pobres y jóvenes – me permito agregar a título personal-.

Seguidamente, comienza a campear otra facultad de las agencias del Estado, las que hacen más tarde -siguiendo a Zaffaroni-; “la selección criminalizante secundaria”, una vez que se obtienen esas leyes más “duras”. Que no es otra cosa más que reprimir o sospechar siempre de la misma “clientela”. Sí, adivinó, la de los sectores más desaventajados, para usar términos menos coloquiales que los anteriores.

Esta reciprocidad entre marginación y delitos no es casualidad, y ha encontrado su vigor en lo que Jodelet llamó, las “representaciones sociales”. Que para no abundar en pretendidas erudiciones librescas, que no poseo, refiere en términos llanos, “a la circunstancia de darle a determinados juicios la entidad de veraces, cuando no son más que preconceptos o prejuicios”. (Ej. “Todos los pibes de la calle son chorros”).

La habitualidad de esos juicios (el habitus, volviendo a Bourdieu), no hace otra cosa más que otorgarles pretendida veracidad apodíctica, la que siendo multiplicada por los medios de comunicación, puede llegar a límites insospechados. (Ej. “-Nos están matando como a moscas” (Sic), escuché decir más de una vez a un caracterizado comunicador).

Por tanto, el mal funcionamiento del Estado, la persecución de la misma “clientela”, la pretensión de endurecer las penas, la percepción negativa del problema y sus respuestas, colocan la salida del conflicto siempre en el mismo sendero de las frustraciones, ya tantas veces recorrido.

A la par que se habilita la oportunidad del negocio de unos pocos. Como el de la “Seguridad Boutique”, y su afanoso ímpetu de sembrar cámaras por todos lados, aún a costa de restringir la privacidad o controlar libertades. O el florecimiento de las “Agencias de seguridad privadas”, con escasa regulación, y sin generalizar, con virtudes y vicios de práctica.

No puede abordarse seriamente esta problemática de las sociedades modernas sin reconocer la complejidad del problema. Sin realizar eficazmente un repaso de las fortalezas y defectos de los responsables para combatirlo –los Estados-, y ensayando siempre respuestas espasmódicas. Y menos aún, centrado el eje de la preocupación en la severidad del ejercicio del poder punitivo. Sin escuchar las inquietudes de víctimas, vecinos, instituciones intermedias, universidades, etc.

Máxime cuando con sordina sabemos de antemano, que existe un “padre de todos los males” y se llama falta de oportunidades, falta de acceso a los derechos esenciales o exclusión escandalosa. Que no es condición excluyente para la existencia de la inseguridad o del delito, sería horroroso plantearlo en esos términos, pero que evidentemente genera marginación y miseria, que no es otra cosa, más que una forma de sometimiento a la violencia. A la violencia de no tener nada mejor que elegir.

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