Escribe Carlos A. Rinaldi (Abogado – Especialista en Derecho de Familia)
Recientemente Franceso Tonucci, el gran pedagogo italiano; planteó que este fenómeno global del aislamiento es un tiempo para cambiar las exigencias de las tareas escolares por actividades que incentiven el conocimiento y la imaginación en los niños.
La convivencia obligada impone un desafío para las familias. Este desafío interpela las lógicas de las dinámicas familiares, las relaciones interpersonales y los criterios de crianza de los hijos, pero también ensombrece los caminos de atención a la lucha contra las violencias y los abusos.
El encierro dificulta los pedidos de ayuda, muchas veces, también deteriora la paridad de funciones parentales, y puede, en el peor de los casos, facilitar el retroceso a la anacrónica autoridad paternal. Escenarios a los que el Estado y sus agencias especializadas pueden llegar tardíamente, cuando se presente la hora de paliar un conflicto.
Lo cierto es que el aislamiento, obliga a los adultos a destinar mayor atención sobre las infancias con las que conviven. Las familias debieron recuperar apresuradamente sus funciones de la socialización primaria, las que hasta hace pocos días estaban encargadas a la Escuela con exclusividad.
La oportunidad de acompañar este proceso con actividades remotas, virtualidades obligadas y conectividad a demanda, ha dejado en evidencia dos aspectos centrales de la deuda social en Argentina.
Por un lado, el proceso de infantilización de la pobreza (que en Argentina alcanza a casi 7.000.000 de chicxs), reduce ostensiblemente la posibilidad de sostener cualquier proceso de formación a distancia. Las condiciones de pobreza estructural, reducen el acceso a la satisfacción de las necesidades básicas, y hace por lo menos difícil, sostener acuerdos remotos con la “classroom”.
Por otro lado, los deberes inherentes al cuidado de los hijos, que hasta ayer, se encontraban “tercerizados” por la Escuela como promotora social en ciertos aspectos (por caso: el proceso enseñanza-aprendizaje, el esparcimiento, etc.), colocan a los progenitores frente a la empresa de redistribuir y redefinir espacios que antes se encontraban dirigidos al trabajo o el ocio, exclusivamente.
La atención que requieren las infancias, la necesidad de dar repuestas al cuestionamiento que moviliza a las identidades adolescentes, exige de la concertación de un nuevo Plan de Parentalidad.
Esta reformulación de la Responsabilidad Parental, no solo demanda del discurso jurídico – judicial para esclarecer comunicaciones o reclamar prestaciones alimentarias adeudadas. También habilita adhesiones desde otros saberes, como la sociología o la psicología para cuestionar las nuevas disciplinas, disfuncionalidades y/o percepciones en los escenarios familiares de Pandemia.
Ese diálogo, esa construcción conceptual común del problema que implica un abordaje interdisciplinario, supone un marco de representaciones común entre disciplinas y una cuidadosa delimitación de los distintos niveles de análisis de mismo y su interacción.[1]
Esta nueva Parentalidad no importa una ruptura de las asimetrías entre los adultos y las Infancias. No debemos confundirnos, aunque se repute como políticamente correcto enunciarlo.
Mercedes Minnicelli, ha abordado este tópico[2] a partir de la pregunta: ¿Qué efectos produce pretender relaciones simétricas entre adultos y niños?
La autora señala que quedamos atrapados en el espejismo de lo que se enuncia. La pretensión de “simetría” nos enfrenta a dos problemas, apunta Minnicelli, un problema lógico, y otro, propio de las configuraciones subjetivas en y por la legalidad del lenguaje.[3]
Debemos entender que la simetría se da cuando “una figura se vuelve exactamente igual a otra si se voltea o se gira”. La forma más simple de la simetría es la simetría de la reflexión.[4] En este sentido la réplica exacta, la igualación entre los sujetos es un imposible, es un “espejismo”.[5]
Por lo tanto, el cariz del discurso tuitivo de las Infancias debe basarse en el respeto a las particularidades, pretendiendo el reconocimiento de esa singularidad.
Este nuevo discurso engloba la noción liminar que impone; “Los niños, niñas y adolescentes forman parte de un grupo que se encuentra en una situación particular de vulnerabilidad, en tanto dependen necesariamente de los adultos para su desarrollo. Esta etapa de la vida de los seres humanos se caracteriza por ser el tiempo de crecimiento integral y desarrollo de las potencialidades y los cuidados de los padres o adultos referentes en su entorno familiar, que aseguren un saludable y completo desenvolvimiento físico, psíquico y mental son necesarios para alcanzar una vida adulta plena”.[6]
Este tiempo de excepcionalidad atraviesa singularmente a los escenarios familiares. Pone de resalto el combarte sobre las violencias y los abusos encerrados en la “intimidad obligada”, evitando llegar a los extremos de exigir la necesidad del “Policiamiento” o “la vigilancia de las intimidades”.[7] Sino más bien, colocando al alcance de las eventuales víctimas, canales accesibles para encontrar respuestas, por un lado. Atendiendo a las alertas.
Por el otro, supone una reconfiguración de las relaciones familiares pregonando la paridad, la solidaridad familiar y la construcción de nuevos órdenes. Una nueva democracia de los afectos, como alguna vez dijimos en publicaciones anteriores.[8]
[1] STOLKINER, Alicia, La interdisciplina: entre la epistemología y las prácticas, El Campo Psi, Abril 1999.
[2] MINNICELLI, Mercedes, “A la altura de los Chicos – Programa de Formación Integral en derechos de la Infancia”, Conferencias y registro de la experiencia, Abril a Septiembre de 2011, EMUR, Rosario, pág. 49.
[3] MINNICELLI, Mercedes, ob. cit., pág.49.
[4] Ídem.
[5] Ídem.
[6] GONZALEZ MORENO, Eliana M., “Una mirada sobre la obligación alimentaria desde la perspectiva de los derechos del niño”, Buenos Aires, El Derecho, Nro. 2033-955, 2009, págs. 956.
[7] DONZELOT, Jacques, La Policía de las Familias, Buenos Aires, Nueva Visión, 2008.
[8] GIDDENS, Anthony, “Un mundo desbocado. Los efectos de la Globalización en nuestras vidas”, Madrid, Taurus, 2000, págs. 65 a 80.
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