Recuperar la cultura parlamentaria

Escribe Carlos Alfredo Rinaldi | Abogado
carlosrinaldiabogado@gmail.com

 

La forma de gobierno adoptada por nuestra Constitución Nacional (CN, art. 1°) es la “representativa, republicana y federal”.

La opción por la República (matriz fundante de las democracias liberales), definió el carácter de nuestro sistema de organización estadual con base en la “dispersión del ejercicio del poder en tres órganos” (Ejecutivo, Legislativo y Judicial), cada uno, con competencias exclusivas y capacidad de contralor sobre los otros. Todo, receptando la idea de “sistema de pesos y contrapesos”, de acuerdo a la clásica formulación de Montesquieu, en su obra sempiterna “El Espíritu de la Leyes” (1.748).

Sin embargo nuestra historia institucional, ha colocado injustamente en situación de preeminencia a un órgano por sobre los otros. Nuestra cultura política “es proclive a los liderazgos centralistas”, en los que el ejercicio del “Poder Ejecutivo” debe ser férreo y decisivo, aún a cuesta de cercenar o menospreciar las incumbencias de los otros poderes. Generando con ello, situaciones preocupantes o conflictos de poder que muchas veces culminan irresueltos.

Nuestra profunda inclinación hacia los “Presidencialismos”, ha relegado o desplazado la acción decisiva de otros actores, también llamados a interpretar y modificar la realidad política.

Argentina adolece de una cultura política que valorice la importancia de la labor parlamentaria. La labor parlamentaria no está asociada solo a la discusión de las leyes, va mucho más allá, y debe apuntar a recuperar su cariz de “resorte de control del Poder Ejecutivo y Judicial”.

La Reforma Constitucional de 1994, receptó esta inquietud, y además de reformular las atribuciones del Honorable Congreso Nacional, en su “kilométrico” artículo 75, le otorgó competencia respecto de dos organismos estratégicos para el contralor del Ejecutivo: la “Auditoría General de la Nación” (art. 85, CN) y el “Defensor del Pueblo” (art. 86, CN).

También, a expensas de una sugerencia del Ex Presidente, Dr. Raúl Alfonsín, luego incorporada al “Núcleo de Coincidencias Básicas para la Reforma” (documento rector de aquella modificación de nuestra Carta Magna en el año 1.994), se incorporó una figura de “enlace” entre el “Poder Ejecutivo” y “Legislativo”, tendiente a generar un canal de comunicación directo entre ambos estratos, “El Jefe de Gabinete de Ministros” (art. 100, CN), al que se le impuso de responsabilidad política frente al Congreso para ser requerido o interpelado sobre la marcha de la gestión general de país y con cuenta de prestar detalle de la misma periódicamente, y ante ambas cámaras.

Sin embargo, y no huelga decirlo, el comportamiento habitual de los órganos legislativos en cualquiera de los escenarios del debate sobre el sector público en Argentina (sea nacional, provincial o municipal), ha sido y es muy pobre.

A menudo el juego de mayorías y minorías en las legislaturas es digitado por los “Ejecutivos de turno”. No existe vocación de acercamiento hacia la oposición en los partidos de gobierno, ni capacidad de iniciativa distinta a la que impone la agenda del gobierno oficial.

Esta circunstancia, coloca a la labor parlamentaria en ese “lugar residual” o de “apéndice” de liderazgos o dirigencias mayoritarias. Mayorías munidas del “Poder Real”.

El aspecto característico de esta falencia institucional radica en la falta de debate parlamentario. La aprobación a libro cerrado o en paquete de leyes importantes, o la prestación automática de anuencia a determinados nombramientos, sin mayores análisis sobre la condiciones de los postulantes. O el inefable juego de la prestación o denegación del “quórum” (número de legisladores presentes para asegurar el éxito de la convocatoria a una sesión), según el interés del “orden del día” o la agenda parlamentaria.

El gran desafío para la democracia que viene es recuperar la centralidad del debate y de la iniciativa parlamentaria, para sumar todas las voces a la conversación sobre la “cosa pública” (res pública).

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