Escribe Carlos A. Rinaldi Abogado – Especialista en Derecho de Familia
La experiencia de esta cuarentena ha servido para interpelar nuestra relación con los más vulnerables [1]. En especial con dos colectivos muy representativos, la Niñez y los Adultos Mayores.
El Estado de Excepción que representa la restricción de las libertades ambulatorias, justificadas en la protección del bien jurídico “Salud Pública”, sumado a representaciones, prejuicios y desinformación, expusieron a estos colectivos a las más variadas vejaciones y atropellos.
Desde la prohibición del acceso a comercios de cercanía a progenitores acompañados por sus hijos. O a la irrisoria necesidad de obligar a gestionar “permisos de circulación irrestrictos” a los adultos mayores de 70 años. El Estado Paternal, Patrono, Rector, aun en tiempos de acendrada solidez democrática, sigue larvadamente vigente.
La vigilancia (evocando los términos “Focaultianos”) [2], aprovecha su oportunidad en tiempos extraordinarios, para mostrar que sobrevive a pesar de su anacronismo. Aun, cuando transitamos realidades de libertad indiscutida.
El encierro y la restricción de la deambulación como práctica de cuidado y tecnología de control no es, en estricto sentido, una novedad. La intensificación del uso de automóviles durante el siglo XX, por ejemplo, implicó uno de los primeros peligros masivos de los que se debía proteger a los niños, los recogió al interior de la casa y dificultó los desplazamientos autónomos infantiles. Aún antes, a inicios de siglo XX, la presencia de niños y niñas en las calles los transformaba en amenazas al orden social y así, era tratados por las agencias de control social como “menores”.[3]
Por tanto, es necesario regular los impulsos disciplinantes del Estado de Excepción y de su poder policial, sobre todo cuando su materialización goza de cierta legitimación popular como en la actualidad.
El disciplinamiento, la ciencia del detalle, renace peligrosamente en tiempos en que es necesario “controlar” para evitar males mayores.[4]
Las niñas, niños y adolescentes, se llevaron la peor parte. Sometidos a traslados regulados bajo la forma de “comunicación forzada”, privados de instancias de esparcimiento bajo el mote “de ser peligrosos portadores y facilitadores del contagio”, una vez más, su individualidad quedó sujeta al relato restrictivo de los adultos, bajo el velo de la progenitura responsable (eufemismo consensuado para desvirtuar la Autoridad Paterna, presuntamente desplazada) y el confinamiento obligado como “medida tutelar” aggiornada.
Otro tanto ocurrió con nuestros adultos mayores, transformados en exponentes de la degradación y seguras víctimas de la catástrofe, por su labilidad extrema. Bajo la excusa de la “sanitización” (término replicado hasta el hartazgo), se priorizó su encierro, como dijimos, para evitar males mayores.
Lo cierto es que la etapa que se abre debe interpelarnos sobre cómo reconstruir el tejido de afectividad con nuestras Infancias y nuestros adultos mayores. Superando los bemoles de “la minoridad” y “el viejismo” [5], para incorporar de una vez por todas el discurso de la igualdad y la protección de derechos. Aclaro, nadie discute los términos del “aislamiento”, más bien, se discuten las “formas” de su comunicación hacía estos colectivos.
Dos convenciones internacionales de DDHH [6] nos conminan como Estado Parte a readecuar nuestras prácticas de cara a la normalidad que buscamos. Normalidad entendida como salida a la “excepción”, y no como “normalización” u “homogenización”, sino más bien como crecimiento en la diversidad.
Esa es la meta de la etapa post-pandemia, si de verdad queremos darnos las oportunidad de construir sociedades más justas. Sabiamente se ha precisado; “Para asegurar el buen vivir, será necesario revitalizar la solidaridad.”[7]
[1] La vulnerabilidad, se desarrolla como concepto, a partir de tres ideas directrices: necesidades, pasiones o inexperiencia. Un abanico de acepciones refiere al significado de la voz necesidad. Así, puede tratarse de un impulso irresistible que determina el sentido de las decisiones, la carencia de cosas inherentes a la subsistencia, los padecimientos generados en riesgos o peligros que requieren inmediata asistencia; incluso, abarca aquellas privaciones de tipo espiritual y afectiva (índole religiosa, por ejemplo), ARGUELLO, Jorge, La protección jurídica a las personas en situación de vulnerabilidad y el respeto a la autonomía de la voluntad, Revista IUS, Rev. IUS vol.9 no.36 Puebla jul. /dic. 2015.
[2] FOCAULT, Michael, Vigilar y Castigar. Nacimiento de la Prisión. Buenos Aires. Siglo XXI Editores, 2008.
[4] FOCAULT, Michael, ídem.
[5] El conjunto de miradas negativas que tiene la sociedad con respecto a las personas adultas mayores fue definido como viejismo (ageism), término acuñado en 1969 por Robert N. Butler (primer director del National Institute of Aging en Estados Unidos), para hacer referencia a “una experiencia subjetiva, una inquietud profunda y oscura, una repugnancia y una aversión por la vejez, la enfermedad, la discapacidad y miedo a la pobreza, la inutilidad y la muerte”.
[6] Convención sobre los Derechos del Niño (ONU, 1989) y Convención Interamericana para la Protección de los derechos de los Adultos Mayores (OEA, 2015).
[7] HESSE, Stéphane, MORIN Edgar, “El camino de la Esperanza”, Bs. As., Edit. PAIDOS, 2013, Pág. 39.
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