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Infancias cuidadas – Infancias desoladas

Escribe Prof. Sandra Saavedra

Hoy necesito escribir desde otro lugar, desde el de espectadora de las nuevas infancias. Hoy necesito pensar en los niños que imperiosamente necesitan de más custodios – superhéroes de carne y hueso que nos bajan a tierra y cual gurúes del siglo XXI nos despojan de las dudas existenciales de la relación con nuestros hijos. Mis custodios preferidos de la actualidad, el Dr. Lucas Raspall, la Lic. Liliana González, el Dr. César Martínez y o los referentes inmortales como Cossettini, Montessori, Rodríguez y tantos más describieron y describen sabiamente las necesidades básicas de cualquier niño, de todas las épocas: respeto, amor, contención y más respeto. Pero, ¿es eso lo que nuestros hijos, sobrinos, nietos, vecinos respiran hoy? Aún sin guerras mundiales o sin cruzadas por la libertad latinoamericana, nuestros niños padecen cada día uno de los peores flagelos: la soledad.

Una soledad que no se limita a un momento de juego en su habitación sino a una muy terrible: la soledad anónima. Padres que trabajan fuera de la casa más de 10 horas, familias unipersonales, familias enfrentadas por diversos problemas, plazas vacías de lunes a viernes, vecinos que les son perfectos desconocidos y hermanos mayores enfrascados en realidades virtuales y conversaciones monosilábicas.

Padres que luego de sus jornadas laborales no ven a sus niños y se enteran meses más tarde que su hija de 2 años y medio habla muy bien, o que entre mate y mate su hermano le cuenta que su sobrino de 3 años padece TGD (trastorno generalizado del desarrollo).

Soledad como la de la mamá que vive en el 5to A y está sola con dos niños a los que 3 veces por semana deja solitos por la mañana mientras ella hace reemplazos en una escuela a 15 cuadras. Entonces, ¿quiénes «abrazamos», quiénes «custodiamos» a las infancias de estos futuros adultos que serán nuestros médicos, concejales, obstetras, docentes, en apenas unos 20 años?

La soledad de estos niños no se termina el viernes por la tarde porque muchas veces los fines de semana se «llenan» de momentos intensos, ávidos, urgentes y valga la redundancia, llenos de no miradas y de silencios rotundos. Plazas atestadas de niños que corren y se forjan un lugar en el tobogán esperando ser aplaudidos por el logro, veredas con algunas bicicletas con rueditas que aún no se retiran para que nadie se lastime las rodillas, calles atestadas con motos con dos adultos y dos niños – sin cascos lógicamente. Vehículos a veces conducidos por algún pequeño de 4 años en las rodillas de su papá y tantos otros con niños en asientos delanteros y sin cinturón de seguridad.

Es la misma soledad que se palpa en una cancha de fútbol donde pequeños de entre 4 y 12 años juegan sus primeros partidos vitoreados por padres desesperados por un gol, por un tiro libre olímpico o por un penal no cobrado. Competencias de karate, vóleibol, gimnasia artística, patín o tenis, pero competencia al fin, otra forma de soledad, de enseñarles a ser ellos, a ser los primeros y a sobresalir. Espacios para los aplausos pero ávidos de abrazos y palabras en el segundo puesto, en un gol fallido ó en un tropezón sobre la viga.

Está mal promover la competencia entonces? En absoluto! Pero lo que no podemos perdonarnos es la falta de mirada y silencio irresponsable. Si un pequeño se cae, se raspa su mano y llora, reemplacemos el «no es nada»  por una caricia y un abrazo. Reemplacemos el «no seas tan flojo» por «ya va a pasar, sé que te duele pero vas a estar bien». Queremos y necesitamos empatizar, debemos ponerlo en práctica.

Y para aprender a empatizar, cuando es difícil o simplemente es decisión familiar no agrandar la familia con hermanos, es de vital importancia que un niño conecte con una mascota animal. Es una conexión que no reemplaza la humana pero que colabora a construir un sinfín de virtudes: cuidado, higiene, respeto por otro.

Ahora bien, cual es el lugar de los animales hoy? Es importante que cuidemos los animales pero es al menos llamativo que se desplieguen miles de carteles y avisos que nos alertan sobre el bienestar, la adopción y el abrigo de un perro. ¿Es natural, inherente a la naturaleza de ese ser vivo pretender que se los abrigue en invierno aun sin vivir bajo la nieve o se los refrigere en verano cuando las temperaturas se soportan bajo un árbol ? A dónde estamos poniendo los humanos nuestra mirada?

Es verdaderamente cierto que si un niño aprende a cuidar a su perro y elige adoptar por sobre comprar uno podrá transferir su bondad y sus principios para ser un mejor ser humano?  Es verdad que porque construimos refugios para perros seniles vamos a respetar a nuestros ancestros? A qué apunta este paradigma de los animales «tienen derechos»?

Y como para cerrar por hoy la mirada sobre la infancia no puedo obviar el tema de la desnutrición infantil que hoy por hoy está paradójicamente abrazando la obesidad infantil, con tasas e índices que nunca antes habíamos cotejado. Los niños necesitan aprender a comer saludablemente pero esto no significa solamente comer comida de calidad sino comer cálidamente, en un entorno social, significativo y donde una montaña de puré se alterne con una charla sobre el día en la escuela, los planes para el fin de semana o las primeras palabras del benjamín de la casa.

Debemos devolverles a los niños la comunidad de la mesa en familia. En su lugar hoy todo es sustituido por una pantalla-niñera, pantalla-madre, pantalla-chupete. La soledad de la no mirada tiene como aliada la soledad de la no palabra. Y cuando carecemos de palabra nos estamos quedando sin la herramienta humana que nos hace únicos entre los animales: el habla. Esa herramienta que puede ser acotada o vasta, simple o incisiva, dulce o agresiva. La mirada que nos construye y nos espeja, la palabra que nos identifica y nos permite ser únicos en una especie. La voz con su tono, color y cadencia para poder ser más sociales.

La mirada para saber una y otra vez que hay un otro ahí que me mira cuando me caigo, que me ve cuando estoy sobre un escenario que me observa cuando le cuento mis desventuras. La palabra que me devuelve una respuesta, la exclamación de no lo toques que quema, la canción de cuna que me arropa mientras me duermo.

La soledad de la infancia es silente porque sus dueños aun no han desarrollado todas las herramientas para expresar su sentir. La soledad de la infancia tiene dueño: el adulto. Ese papá que se llena de mensajes en las redes, que abriga a los perros de la calle pero no sabe a qué pediatra va su hijo, de esa mamá que sigue estrictas dietas de moda mientras su hijo vacía paquetes de Doritos en su cama y juega al Fortnite hasta la madrugada.
Hoy elijo ser espectadora y contarte lo que veo pero además, elijo tomar conciencia y hacer un poco de ruido declarando luz amarilla sobre la infancia.

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